Del 11 de diciembre de 2019 al 14 de enero de 2020
La Galería Birimbao ofrece un nuevo encuentro con la pintura de Juan Romero (Sevilla, 1932). Una vez más, tenemos la oportunidad de disfrutar del trabajo reciente del pintor de lo maravilloso, como lo calificaba el Profesor Fernando Martín Martín en un estudio publicado en 2012. Sí, maravillosas, bellas, magníficas, son las obras que exhibe la galería. Cuadros de varios tamaños, la mayoría realizados en acrílico sobre lienzo, componen la muestra.
Sus temas, sus obsesiones, su brillantez, son los de siempre, pero hay algo más, una manera distinta de transmitir la serenidad de quien ha elegido la pintura como su forma de vida, de lenguaje, de intercambio de afectos. Elección que se hace ahora plenitud, con el resultado de novedad total, de total sabiduría. Si en cualquier momento las creaciones del artista llaman a cuestionar lo que se está viendo, ahora, tras las imágenes, el color, la composición, se produce un especial sosiego que llama a la reflexión: Tanto, sobre el conjunto de los cuadros expuestos, como sobre cada cuadro individualmente.
En cualquier obra, mucho del color, del dibujo, de la distribución de elementos, corresponden a la voluntad y a la lucidez del artista, pero hay otra parte más oscura, más misteriosa, aquella en que el inconsciente empuja al creador a completar el cuadro. Ambas facetas, la puramente intelectual y la más instintiva, forman parte del proceso creativo, pero no siempre son tan manifiestas como en esta ocasión.
Indudablemente, Juan Romero es un maestro del color. Notorio a lo largo de toda su vida artística, destaca una vez más. Sus pequeños círculos conformando fondos, llegan ahora a ser puntos, surgidos de la voluntad de un pincel que, con toque firme, los convierte en elementos esenciales. El neoimpresionismo queda muy lejos, pero tanto ese movimiento, como todos los postimpresionismos que fueron, forman parte de la actualidad más última y el pintor se permite sorprendernos marcando puntos más o menos gruesos para construir fondos y formas que evidencian su dominio de la composición, el lugar donde todo converge. Línea, forma, color, pincelada, empaste, todo se perdería si no encontrase su lugar, exactamente su lugar, en la composición y es la maestría en este campo lo que resalta de forma muy particular en este artista. Siempre ha sido así. Ahora lo es más y aún más evidente
Están luego las historias que cuenta. La mayoría de sus géneros temáticos aparecen en los diferentes cuadros de esta exposición. Hay ventanas y personajes asomados que recuerdan tiempos en los que gustó de Klee, Dubuffet, Chaissac o Baj, pero que hizo en cada ocasión suyos y personales. Si, por ejemplo, el humor de Klee es a menudo ácido y cruel en lo que construye, Juan convierte en respeto y dignidad las imágenes creadas, sin perder el sentido crítico que las haya originado. No faltan los motivos florales. Flores que se abren y se dispersan por todo el cuadro o que se juntan para vivir de la misma agua o agarrarse a la tierra que las mantiene. Árboles, la fantasía del paisaje, la luz de la mañana y de la tarde, lo umbrío y lo brillante, las mariposas de color, los pájaros, los búhos, los pavos reales en las ramas, han estado presentes en sus obras y los apasionados de su pintura han ido acumulando en las paredes de sus casas, matices novedosos y actualizaciones constantes. Peceras, lámparas, gatos y dragones, casas. Casas habitadas y no habitadas. Lugares para la imaginación y la sorpresa, también para el reposo y, cómo no, para la magia. Con la mayor naturalidad se nos ofrece, junto a esa creación para la reflexión a que nos referíamos anteriormente, un fondo de chistera inacabable del que extraer sorpresas de construcción perfecta. En ocasiones hasta encontramos recuadros de rectas que componen formas que nos inclinan al cubismo sintético de Juan Gris. Son elementos muy trabajados, muy pensados, muy estructurados, para originar espacios que sorprenden. Entre estas sorpresas el retrato de Vázquez Díaz. Una visión de perfil que, con cuatro elementos, acerca a quien lo observa, a lo esencial del retratado.
Luz, proximidad, vitalismo, matices diferentes que aparecen a raudales en cada obra. Y una sombra silenciosa, callada, amorosa que lleva acompañando al artista desde años y años y años: Claudine Weiller.
Alberto Hevia.