Del 2 de marzo al 14 de abril de 2018.
Es importante empezar aclarando que esto no es una exposición de tesis. Ni tan siquiera lo pretende. Más bien supone una reflexión particular sobre determinados aspectos que afectan al modo de entender el dibujo o la pintura. Sobre todo a su capacidad para absorber y tomar referentes del mundo que le rodea. Da igual si ese pretexto inspirador es personal o absolutamente ajeno. En ese caso, no es lo mismo que el artista recurra a un bagaje propio a través de fotografías del álbum familiar por ejemplo, a que tome un retal encontrado por azar en un sitio inesperado; es evidente que la cercanía con el motivo aviva nuestra memoria íntima. En el lado opuesto encontramos Internet, una especie de sumidero global donde se mezclan sin ton ni son desde la Historia del Arte hasta escenas provocadoras o banales.
Si nos detenemos a pensarlo con cierta calma, sorprende el poder de resiliencia de la imagen, moldeable a cualquier circunstancia. También su facilidad para saltar de un contexto a otro, una cualidad que nos debe poner sobre aviso si atendemos a su permeabilidad. En Instagram, sin ir más lejos, las imágenes se mueven como pez en el agua. En cambio, no le resulta tan fácil conquistar otros territorios menos dóciles. Cuando llega hasta una exposición el camino recorrido es otro, se ha transmutado y desprendido de su fundamento de partida. A veces logra cuajar por el extrañamiento que genera algo concreto, otras por una tensión inexplicable o un no se sabe qué entre ambiguo y misterioso. Interpretada en un cuadro o dibujo la imagen adquiere una dimensión nueva que debe descifrarse, en muchos casos, como un recurso sintáctico antes que como un argumento. Está claro que cada medio posee una condición propia y ahondar en eso es lo verdaderamente revelador. Una vez descontextualizado aquello que nos ha interesado, a veces no tiene mayor importancia, es sólo un ingrediente más para cocinar el plato al gusto y matizar sabores.
La insistencia recurrente en algunos temas de ciertos autores, revela el modo en que se construye un imaginario personal. Sin duda, alimentado por nuestras experiencias acumuladas y condicionado a su vez por un algo inconsciente que queda impregnado en nosotros durante la adolescencia. Cada generación posee su propia cultura visual, un modo de interpretar la realidad a partir de esquemas elaborados en función de aquellas imágenes cotidianas que le han rodeado. Para los adolescentes y veinteañeros de ahora, WhatsApp, Facebook, Twitter, YouTube, Snapchat o Pinterest son su ventana para saber y descubrir lo que desconocen. Si pensamos en los que tienen en torno a treinta años o incluso menos, los videojuegos fueron un marco con el que haber crecido. En la generación anterior, la televisión era ese territorio donde las imágenes iban y venían a su antojo, saltando de los dibujos animados a las teleseries o los concursos. Antes, el cine fue ese potente sustrato donde generar universos de ficción, y mucho antes las revistas ilustradas. Es lógico discernir que los sistemas visuales inéditos que van apareciendo cambian el ecosistema y las reglas anteriores, pero sin anularlas ni negarlas.
Es razonable afirmar que vivimos un momento de tránsito hacia un modelo nuevo de productores y consumidores de imágenes. Esta era que se inicia está determinada por la ubicuidad de internet y la instantaneidad de las redes sociales. Somos una generación bisagra entre dos estadios muy diferentes. El patrón social y comunicativo actual poco tiene que ver con que el que predominó a lo lardo del siglo XX, donde existían compartimentos diferenciados como la prensa, la radio y la televisión cada uno con sus características propias. Sobra información y falta criterio, cuesta desbrozar y aprender a jerarquizar. Hoy todo se mezcla y retroalimenta, cualquiera emite contenidos y cualquiera los digiere; hemos sido sobrepasados por una vorágine de acontecimientos que han calado con una extrema rapidez en nuestros hábitos diarios y se han desarrollado en su mayoría durante la última década. Estos cambios, ya asumidos, fijan el modo en el que interpretamos lo que vemos, el modo en el que pensamos y nos relacionamos con los demás. Los mensajes se han hecho mucho más confusos y nuestro entorno necesita otras claves para ser decodificado.
Internet supone un antes y un después, no hay vuelta atrás. Hay que tener claro que lo que vemos allí es un espejismo (en el sentido literal del término), una trampa, un agujero negro. La gran revolución del siglo XXI tiene que ver con omnipresencia de las imágenes. Están en todos lados, nos llegan por todos sitios… Cuesta evitarlas o desprenderse de ellas. Para un artista, resultan el primer recurso a la hora de buscar referencias. Ahora, muy pocas veces alguien que se enfrenta a un cuadro parte de cero. Hace apenas dos-tres décadas el modo de rastrear estos vestigios era totalmente distinto. Las imágenes yacían en libros, revistas, carteles y catálogos. La mayoría eran en blanco y negro. Servían para enterarse de qué se hacía en otras partes, ayudaban a despertar motivaciones propias. El mundo era infinitamente menos visual y las cosas iban de otra forma, se cocían con más lentitud, la cabeza era más importante que el ojo: había que darse cuenta cómo se pintaba, no copiar cómo se pintaba. El camino era el proceso y el proceso era el camino. Obviamente, no existía tanta accesibilidad ni conectividad, los entornos eran locales, casi cerrados. Uno podía aislase y estar concentrado de verdad, sin la peligrosa dispersión de hoy. Lo esencial era viajar, ir a los sitios para ver sabiendo lo que se debe ver, pensando en el cómo y no tanto en el qué, luchando por llegar al fondo y no tanto por escudriñar en la superficie. Se iba a las bibliotecas y a los museos, a otras ciudades y otros países. En el siglo XXI ya no es necesario molestarse en desplazarse a ninguna parte, parece que con surfear de cualquier manera a través de una pantalla es suficiente, que el sucedáneo sirve. Y no es verdad. Sencillamente porque lo esencial no es la imagen, sino el lenguaje. La cabeza es siempre más importante que el ojo.
Sema D’Acosta
Estrambote: La pintura necesita pausa, concentración, distancia. Indefensos ante el maremágnum de imágenes que vivimos, saber escuchar es ahora casi más relevante que mirar. Se ve mucho, pero se escucha poco.