Del 2 de marzo al 1 de abril de 2023.
Inauguración: jueves 2 de marzo a las 20 h.
La Galería Birimbao inaugura, el 2 de marzo, la primera exposición individual de Alberto Montes (Los Corrales, 1995). Fue su reciente estancia en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores ese remanso donde fraguar la propuesta que nos presenta. Pues es precisamente eso lo que persigue: recuperar la capacidad de asombro, ante el mundo y ante la pintura en sí. En mitad de la actual sobresaturación de imágenes, el artista reivindica el tiempo lento. Observar para desaprender, desprenderse de la lente que impide ver las cosas al desnudo, con sus irregularidades y sus volúmenes discordantes, sus transiciones tonales y su vitalidad violenta. Tanto su aproximación formal como sus inhabituales escalas y ángulos de visión invitan a olvidar lo que se ha vuelto costumbre, lo que ha perdido el lustre y el color, para poder reconfigurar esa mirada, para mirar el mundo como si lo viéramos por primera vez.
La muestra de Güito lleva el nombre de un cuadro familiar, el primer contacto que en su infancia tuviera con la pintura: entre las hierbas altas, un perro de caza permanece atento a no se sabe qué más allá del límite del lienzo. Era la edad del asombro, de la herida en la piel entre los juncos, del olor dulzón y acre del bizcocho y de las liebres muertas, tan tangible entonces como la corteza de los árboles o la textura del lodo o los escombros y plásticos que irían invadiendo su imaginario. Porque llegó, después, la ciudad, y con ella, su aceleración, su automatismo y su desencanto. Y en esa confluencia, ese intento de conciliar el hogar y el afuera, lo natural y lo urbano, estaba la pintura.
Trabaja Alberto al óleo, eligiendo el lino como soporte, con piezas que oscilan entre los 30x40cm y los 195x130cm. La serie de menores dimensiones constituye un estudio pictórico de la luz y su efecto sobre las superficies. De cómo parece transfigurar la realidad, transformarla bajo nuestros ojos –cuando lo cierto es que sigue siendo tal cual es: lo que cambia es, quizá, nuestra manera de verla. De mirarla. Porque no importa tanto la mirada como el mirar. Verbo en infinitivo que implica trascurso. Predisposición, postura activa. Esto celebra el artista, el mirar la vida en sí, pero también la pintura. Su factura difiere de la tan acusada tendencia presente a la opacidad. El juego de empastes y veladuras destaca las capas, encarna la temporalidad, la duración, dejando intuir al espectador las fases de creación.
Esta serie crea en el observador la falsa ilusión de dominio. Al seleccionar una porción delimitada del entorno, creemos poder abordar aquello que se nos muestra. No obstante, esta certeza nos es devuelta a la cara cuando, ante el cuadro, advertimos que, aunque se trate de un motivo reconocible, familiar, se encuentra desfamiliarizado. Lo habíamos visto, sí, pasivamente, cada día, pero nunca de este modo. Tal cual es. Sin las abstracciones del ver rápido y útil. Por otro lado, son las piezas de mayor formato las que se imponen, dando la impresión de querer contener al espectador. También ellas seleccionan una porción de la realidad –ya sea un quiebre en la roca, la transición cromática alienígena de una ciénaga o la rugosidad de las ramas– y la amplía. La cercanía inusual de lo mundano, su complejidad normalmente desapercibida, es lo que lo vuelve singular, extraño incluso, a nuestros ojos. Este efecto logra la obra que lleva el título de la exposición, y en la que, remitiendo al óleo familiar ya citado, parece adoptarse una perspectiva similar a la de Güito, el perro de caza entre las hierbas altas. En cierto sentido, es como si reconociera el hermanamiento entre el punto de vista del pintor adulto y curtido, y el crío que contemplaba su alrededor con ojos nuevos desde la altura de la tierra y de la infancia.
La aparente fragmentación que propone Alberto Montes con sus composiciones no trasluce una visión desencantada de un panorama contemporáneo ruinoso. Justo al contrario, esta constelación es una petición de amor, demora y espera, un re-conocimiento de la rica complejidad de aquello que suele percibirse como un todo monótono y homogéneo. Una reconciliación con lo que es, con lo que hay. Este acercamiento a la experiencia desde una óptica desacostumbrada es reflejo de su búsqueda artística. Destaca, en este sentido, el dominio del color y sus matices –desde su característica paleta de ocres hasta el más desestabilizador rosado (que evoca el polvo de Marte pero también la carne, la víscera, y que más que afirmar su imagen, la interroga, la pone en duda) o esos aludidos amarillos y verdes que suenan a grito cuando conviven con los grises de la grava y el cemento. Así, su modo de vivir o de percibir lo que lo rodea fundamenta su poética.
Estos motivos, esas deformadas – o reformuladas– secciones de realidad natural y urbana, pudieran parecer un mero pretexto para lo puramente técnico. No es así. El artista conoce sus raíces, bebe de ellas, y a ellas agradece la particular sensibilidad que constituye la razón de ser de su trabajo. Estamos hechos de nuestro pasado, de las personas que nos han querido y de quienes hemos aprendido. Por esto, en su primera muestra individual, ha querido homenajear al que fue su primer contacto con la pintura y la vida.
María Domínguez del Castillo.