El Profesor Juan Bosco Díaz-Urmeneta, presentaba en Diario de Sevilla a Don Miguel Pérez Aguilera (Jaén 1915) como excelente dibujante, impenitente indagador del color y sobre todo: maestro, profesor.
Un maestro que rompió moldes, que acercó a sus alumnos las nuevas tendencias que llegaban de Europa para irse instalando poco a poco en España y, con su ayuda, en la Sevilla cerrada de los años cuarenta del siglo pasado.
Entregado a su trabajo docente, resultó ser un ariete rompedor que volcó sus inquietudes en conseguir de sus discípulos que dominasen la forma conservando y expresando su personalidad. Su vida está marcada por un deseo: pintar creando algo que no se parezca a nada. Desligarse de la figuración. Expresar vivencias con total libertad. Observar la luz. Atrapar el color. Una lucha por encontrar una pintura construida por el color y al mismo tiempo subsidiaria de la forma.
En la biografía de Pilar Lebeña (Sevilla 2005) hay un texto ilustrativo. Le pregunta un admirador de su obra desde Salamanca: “¿Juega usted a confundir al que observa sus cuadros? Porque si en un primer momento nadie podrá negar que sus últimos cuadros pertenecen a una línea abstracta total, si continúas observándolos podrías concluir que están dentro del hiperrealismo más ortodoxo”. Esos “papeles de plata arrugados” tantas veces comentados y no siempre valorados.
En el mundo del color y la forma, ha conseguido Pérez Aguilera una tan única manera de transmitir, que sus cuadros fijan la atención, atraen la voluntad, dominan el espacio. Hasta tal punto es esto cierto que un cuadro suyo necesita amplitud para que su magia comunicativa entre en acción. Cada obra, en la que la luz creada resalta maneras bellas y personales, origina un clima, una atmósfera propia que modifica y condiciona todo el espacio en que se encuadra.
Imprescindible.